Realidad.



Realidad 
Aún recuerdo aquella vida que transcurría tal y como estaba estipulada por las leyes de la realidad en la que nací, pero mi espíritu curioso y viajero, quería ser libre más allá de los límites reglamentarios. Fue en los libros que encontré mi primer vehículo de escape. 
Leyendo podía traspasar las fronteras de lo real hacia lo supuestamente imaginario y llegar a un mágico Macondo, a las afueras de Troya, a una aldea medieval inglesa, o a la Roma imperial gobernada por un anciano y memorioso Adriano. Tantos lugares, tantos mundos disímiles, tantos tiempos. Cada vez que volvía de alguno de esos universos, un pedacito de mí se quedaba allí, mandándome ideas para que pudiera ir construyendo mi propio mundo, lo que hacía cuando las ocupaciones reales y la inspiración lo permitían. 
Hasta aquella tarde de calor sofocante, que se elevaba implacable sobre el asfalto cubierto de vehículos mal ordenados. Los motores, los bocinazos impacientes y demás sonidos, que podían ser chillones, también graves y hasta violentos, servían para musicalizar la escena con una sinfonía informe que embotaba los sentidos.  
La Plaza Constitución estaba hundida en el caos diario, al que se le sumaban los inoportunos cortes en las calles. Observé el edificio enorme de la estación de trenes, lo vi como ya nunca nadie lo hacía, un palacio, una belleza arquitectónica, estropeada por la desidia y la insólita vergüenza que la sociedad actual siente por las cosas bellas. La plaza era un caldo de mugre y en semejante tufo los transeúntes iban y venían, como piezas en el tablero de un pavoroso y extraño juego, del que por alguna razón yo había quedado afuera. Me paralicé, acaso detenida en una realidad desconocida y, cuando esas cargas de rutinas reales con sus fantasmas urbanos se pusieron a girar en derredor mío envolviéndome hasta querer tragarme, sentí pánico; náuseas; necesité escapar de aquello. 
Me largué a caminar por la Avenida, si los cortes de calles persistían alejando los recorridos de los colectivos, tenía la alternativa de volver a casa caminando, aunque la idea no era atractiva, porque el calor era agobiante y el cielo se había vuelto gris, señal de que una de esas nuevas y repentinas tormentas veraniegas se estaba acercando. La brisa previa se convirtió en viento que arremolinado tronó y escupió agua y granizo en todas las direcciones, lo que hizo que buscara refugio en un local, una antigua edificación venida a menos convertido ahora en librería de volúmenes usados, de esas que por suerte emergen cada tanto en los lugares menos pensados, y qué mejor opción para esperar a que escampe el diluvio,  que perderme entre esos viejos libros, con aroma a hojas amarillas. 
Tantas letras, traduciendo voces que se desesperaban por contar, por mostrar, por enseñar. Prólogos agolpados con firmas, nombres de la talla de un Shakespeare, un García Márquez, un Baudelaire, un Nietzsche peleando realidades con un Dios inexistente, una pareja de hermosos amantes ilustrados queriendo escapar de los marcos de una portada ajada, la Biblia y calefón literarios, una reunión de consorcio irreal que nunca llegará a un acuerdo. En eso pensaba mientras ojeaba los ejemplares, cuando arrumbado en un costado de la mesa, donde se apilaban infinidad de otros tantos títulos, lo vi, con su tapa azul ya arratonada, era una edición de bolsillo de uno de mis libros más preciados. Lo tomé entre mis manos, lo olí, lo abrí, repasé su contenido, lo cerré y acaricié la tapa; cuando me disponía regresarlo a su lugar, el dueño de la librería, que había estado observándome a cierta distancia, se acercó y me dijo:  
He notado que ese libro le gusta, lléveselo, tal vez esté aquí esperándola. 
En realidad ya lo tengo, sentí curiosidad. Es una de las primeras ediciones ¿no? 
La verdad, no lo sécontestó él, levantando los hombros en un mínimo gesto que abarcaba muchos pareceres. 
¿No le gusta este libro?pregunté (fue ese parecer el que percibí), extrañada de que existiera alguna persona en el mundo a la que no le gustara. 
Le voy a ser honesto, no le encuentro el sentido a los escritos de ese autorme dijo y señaló de manera displicente con un leve movimiento de su cabeza blanca al libro que todavía sostenía yo en mis manos.  
Me imagino que usted se lo habrá encontrado por eso le gustaconcluyó luego con una sonrisa amistosa. 
Sí, sobre todo este libro. Me imagino esa tierra que describe, tan joven y oscura, cargada de peligros, de dolor, pero aun así bella, con sus personajes, sus historias. ¡La puedo sentir!, ¡la puedo vivir! Se puede decir que es mi libro favoritoterminé confesando, con esa vehemencia que hace que los ojos despidan fulgores. Afuera, en la calle, el diluvio arreciaba. 
¿Se inunda por aquí?pregunté cambiando de tema y alarmada al ver que la lluvia se hacía copiosa. 
No, hasta ahorarespondió el hombre--sería terrible para mi sótano. 
Repasé con la mirada las viejas molduras de yeso que asomaban oscuras sobre las esquinas. 
Este edificio debe ser bastante antiguodije, como para  pero en voz alta.. 
No tanto como otros, creo que demolieron la casa original a mediados del  siglo pasado, y construyeron en el predio un restaurante, cuyos únicos vestigios hoy en día son el bar de la esquina y este local, yo me quedé con la mejor parte, con el sótano, es un sótano especialdijo y agregó en tono confidenteallí conviven todos los mundos y todos los tiempos, puede que hasta el universo de su libro se encuentre ahí. 
Clarosonreíme imagino todos los libros que debe atesorar. 
¿Libros? Sí, con sus mundos y sus realidades. Verá, todos conviven en mi sótano, y es allí donde encontré ese ejemplar que ahora tiene usted en sus manos. 
Volví a sonreír y miré hacía la calle con impaciencia más que incomodidad, la peor parte de la tormenta ya había pasado, solamente caía una leve llovizna. 
No se asuste--dijo el hombreno le voy a pedir que baje al sótano, ya no es necesario. 
Si me dice que tiene un portal para viajar a mi mundo favorito en su sótano, puede que le crea, soy especialista en creer todo tipo de historias y muchas veces pienso que, si pudiera elegir en qué mundo vivir, elegiría este, sin dudarlo--le dije señalando el libro. 
¡Existe!, claro que sí ¿Estaría usted dispuesta a abandonar esta realidad? 
contesté sin titubear, cosa que me sorprendió. Ya no llovía. 
Buenodijees hora de continuar mi camino. 
Llévese el libro, es un obsequio. 
Gracias, pero ya lo tengo. 
Si es una primera edición en español, me gustaría que sea usted quien se lo lleveinsistió él, y en verdad era un obsequio para no rechazar, por lo que dejé de lado esas reglas que imponen no aceptar regalos de desconocidos. 
Soy curiosa ¿Cómo se hace para entrar a alguno de esos mundos?pregunté ya en la puerta del local antes de irme. 
Tiene que estar convencida de querer emprender ese viaje, no a todas las personas se les brinda esta oportunidad, no todas las personas pueden darse cuenta que estas posibilidades existen y mucho menos creer en ellas, piénselo y cuando esté lista, vuelva por aquí y cuide mucho ese libro, a lo mejor lo que usted busca esta entre sus páginas. 
La temperatura había disminuido considerablemente como suele suceder cuando la tormenta viene del sur, crucé los brazos y apreté el libro contra mi pecho, como si con ese gesto lograra frenar el viento que discurría por la avenida. Conforme mis pasos me alejaron de la extraña librería, volví a meterme en la realidad de mi mundo. El colectivo que necesitaba tomar estaba detenido en la parada, corrí unos metros y subí. Para cuando conseguí sentarme ya estaba de vuelta con los pensamientos cotidianos. 
Pasó el tiempo y aquel encuentro se convirtió en una anécdota borrosa. Meses después, el otoño me encontró caminando nuevamente por la avenida Garay. Al ver el bar de la esquina cerrado, recordé la librería adjunta y al extraño dueño, sin embargo, cuando pasé por la vereda, no logré encontrar vestigios de esta, hasta la sensación de conocer el lugar fue vaga, como si el recuerdo se hubiera fundido con un ensueño, tan extraño resultó, que decidí acelerar la vuelta a casa para buscar en mi biblioteca al libro, único testigo de esa tarde. Lo encontré en un estante recostado sobre los otros ejemplares del mismo autor, me sentí aliviada y un lapsus de vanidad le aviso a mi ego que era la poseedora de ese ejemplar de la primer edición en español, no podía menos que dedicarle mis próximas horas al placer de su lectura, disponía de tiempo, pues había logrado exorcizar de mi cabeza a esos personajes cuyas historias pugnaban por salir a un mundo donde alguien pudiera hacerlas propias, así que me preparé una taza de té, y me dejé llevar hundiéndome en la confortable familiaridad de mi sillón. Todo me resultaba conocido, pero a su vez y como pasaba siempre que releía aquel texto, la emoción me embargaba y me dejaba llevar por la historia como si no la conociera, e incluso descubría nuevos recovecos escondidos entre líneas. Pero esta vez, sucedió que no solamente el sentido de la vista se involucró, cuanto más cómoda me sentía en el sillón y más me hundía en el, los otros sentidos intervinieron ya en forma real, no imaginaria y salieron de  y abrazaron al libro, y nos rodearon, entonces me fundí a esas páginas maravillosas y me convertí en ellas y fui tinta y papel y renací entre palabras escritas. 
Y me encontré contemplando con emoción a los grandes árboles que alargan sus tallos, para acariciar a las estrellas que pestañean, derramando plata en los claros del bosque. Inspiré profundamente y todos los aromas de la tierra me inundaron. La luna joven me sorprendió, vi su resplandor caer sobre el camino blanco. Los ecos del otro mundo empequeñecieron a mis espaldas y a medida que fui avanzando  por el sendero, se desdibujaron los últimos recuerdos de mi realidad anterior. 
Por fin estoy en casa. 


FIN 






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Soy Silvina Sant escritora.

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