Haleth. Una historia de la Tierra Media.

Haleth era una niña del País de Rohan.
Vivía con su familia en una aldea emplazada en el estrecho llano que separaba a dos cadenas montañosas. En las tierras que bañaba el Río Isen y apenas unas millas al oeste del punto donde el río, cambiaba de dirección, sitio al que se conocía como: Los Vados del Isen.
Durante generaciones aquellas gentes habían habitado allí, dedicados al pastoreo de los espléndidos caballos de los Señores de la Marca.
Eran campesinos cuyas vidas comunes transcurrían sin mayores sobresaltos, tal vez un invierno más crudo de lo normal o una estación de sequía más larga de lo esperado. Las guerras, disputas y batallas eran cosas lejanas para ellos, asuntos de reyes y guerreros. Sin embargo, extraños sucesos comenzaron a anunciar que los tiempos estaban cambiando, la sombra del mal alargaba sus dedos fuera de las fronteras de Mordor.
La primavera del año en que Haleth nació, el 3007 de la tercera edad, fue recordada en la aldea, porque una yegua parió un potrillo negro, lo cual se consideraba un mal presagio pues era sabido que los caballos negros atraían a los jinetes oscuros y estos no salían de Minas Morgul sin esparcir la muerte y la desolación a su paso.
El día del cumpleaños número doce de Haleth, amaneció apacible aunque gris, eran los últimos días del invierno, que aún se hacía sentir en las salpicaduras de hielo y nieve esparcidas en el llano. Ella y su hermano Hallas a la sazón dos años mayor, habían ido a buscar agua al río, para iniciar las labores matinales. Mientras reían y jugaban, Hallas alcanzó a ver una polvareda blanca a la distancia, que se elevaba de la tierra como una nube, el suelo comenzó a retumbar por el embate de los cascos de los caballos que raudos cruzaron el río.
—¡Jinetes de la Marca!—exclamó emocionado Hallas--¡Un ejercito completo! ¡Me gustaría mucho poder verlos de cerca!--agregó, arrojando a un lado el recipiente que llevaba cargado de agua, para  correr presto al establo, en busca de su caballo.
--¡No! ¡Hallas!-- Protestó Haleth--¡no vayas por favor! es mi cumpleaños hoy, y hay mucho por hacer, ¿recuerdas?
Hallas evaluó la situación, cierto era que le había prometido a Haleth, ayudarla ese día, y que si corría detrás de los jinetes que estaban a unas millas de allí, le tomaría cuanto menos media jornada, defraudaría así a su hermana dejándola sola con las tareas y además después debería vérselas con su padre, ya que salir de la finca sin autorización era algo que seguramente iba a acarrearle algún castigo.
—Bien—concluyó, volviendo a por el agua—no faltará oportunidad.
Al cabo de unos minutos, ambos niños se habían olvidado de los jinetes.
Sin embargo, aquella jornada no culminaría tranquila, durante el resto del día vieron más jinetes galopar en el norte.
El viento trajo lejanos ecos de una batalla, y columnas de humo negro se elevaron al cielo.
La aldea en pleno se reunió en la casa de Haleth, pero no era para festejar su cumpleaños como ella lo había querido, algo urgente y grave los movía esta vez. Mientras ayudaba a su madre y abuela a atender a las personas que se habían reunido en el salón, el único ambiente de la casa, con paja esparcida en el suelo y una fogata en el centro, escuchó hablar por primera vez de la guerra en ciernes y del mal que no sólo llegaba del este, también acechaba en Isengard, donde habitaba el Mago Blanco, que según se decía, se había rendido ante los poderes del oscuro.
Uno al que llamaban “El Viejo” fue el primero en hablar:
—Tiempos oscuros se acercan, no estamos seguros aquí, he decidido que llevare a mi familia a Edoras, quienes quieran sumarse y acompañarnos serán bienvenidos, no nos demoraremos mucho, a más tardar mañana al apuntar el alba partiremos.
Pero Léod, el padre de Haleth y Hallas, un hombre robusto y fuerte en sus treinta y tantos años, de cara redonda y rojiza y de cabellos amarillos como todos los de su raza, se opuso intentando aplacar las aguas.
—Yo digo, que esperemos, hoy hemos visto a nuestro ejercito acudir al norte, ellos protegerán estas tierras, no nos precipitemos.
—Estoy con El Viejo, no son hombres contra quienes están luchando nuestros soldados. Son orcos, y cuando terminen con nuestros guerreros, vendrán por nosotros—dijo otro de los aldeanos.
Haleth se horrorizó al escuchar aquellas palabras, sabía que existían los orcos, que eran criaturas inmundas de una maldad mas allá de todo pensamiento humano, pero los creía lejanos y nunca se había preocupado por ellos.
—¡El río se volvió rojo! ¡El río se volvió rojo!--exclamaron los niños irrumpiendo en el salón de Léod  y con ellos estaba Hallas, que cargaba una espada con la hoja ensangrentada.
—¿Dónde encontraste esto?—preguntó alarmado Léod a su hijo.
—En el río, la corriente las está trayendo—contestó Hallas.
Todos los aldeanos corrieron a la vera del río. Y allí supieron, en aquel atardecer con un cielo teñido de púrpura y las aguas carmesí, que bajaban transportando las armas y pertrechos de los caídos, que la batalla se había perdido.
Todavía estaban inmóviles y mudos por el estupor, cuando una pequeña patrulla pasó por allí, maltrechos, heridos y algunos apenas con vida, se dirigían al Folde Oeste, uno de ellos se detuvo solamente para advertirles:
—Buenos Aldeanos, el hijo del Rey ha caído, ya no es seguro este lugar, abandonen estas tierras cuanto antes, una muerte abominable se acerca—dijo el soldado que luego espoleó a su caballo y a todo galope se fue con el pelotón rumbo al este.
El miedo y la desesperación se apoderó de aquellas gentes de vida sencilla, algunos corrieron a sus casas, a tomar la mayor cantidad de pertenencias que les fuera posible, para huir; otros se paralizaron por el miedo y simplemente se quedaron parados mirando a la nada, demasiado aturdidos para comprender lo que estaba aconteciendo. Léod, abrazó a su familia, y así se quedó unos largos instantes, en silencio, ese gesto conmovió a Haleth, era la primera vez que su padre los abrazaba, sintió el desasosiego en él, y se apretó aún más contra el cuerpo de roble y lo hizo más que para buscar su propia protección, para proteger a aquel noble gigante.
La noche cayó. Manteniendo escasas  luces, para evitar que el resplandor atrajera al enemigo, los aldeanos trabajaron con rapidez.
—No estoy seguro de tomar el camino a Edoras—dijo Léod a su esposa—no creo que estemos a salvo en ese lugar, he oído que el rey esta muy enfermo, su hijo ha muerto y sus huestes huyen hasta allí con los orcos detrás.
—¿Qué propones entonces?—pregunto ella—con el semblante aterrado y cargado de dudas.
—Vayamos al Sudoeste, a Dol Amroth, allí estaremos seguros.
No apuntaba aún el alba y ya se encontraban prestos a partir, todos se habían decidido por el camino a Edoras y se sorprendieron al enterarse que Léod se llevaba a su familia por el camino opuesto, él explico sus razones y trató de disuadir, pero les pareció al resto, que lo mejor era buscar refugio donde estaba su rey, enfermo o no. Y así fue como se despidieron y dejaron atrás sus vidas para emprender un penoso camino incierto.
Se apagaron las pocas luces y la aldea quedó a oscuras, hasta la luna y las estrellas guardaron luto y se escondieron detrás de la negrura.
Haleth se despidió de todos sus amigos y vecinos y subió al carro junto a su madre y abuela, Hallas montó a su potrillo y Léod a su caballo y así, sin más, partieron.
La niña volvió la cabeza, para mirar por última vez a su amado hogar, pero nada vio, pues todo había quedado inmerso en tinieblas.
No era por cierto, un camino fácil el elegido por Léod, debían seguir el curso del Isen, al oeste, y virar al sur. La distancia para llegar a Dol Amroth era grande, tal vez no supiera él cuan grande era, y nunca quedó claro la razón por la que había elegido ese destino distante en un país extranjero, lo cierto era que, el camino más corto hubiera sido ir con el resto, por el paso de Rohan, hasta Edoras, pero esas regiones eran las más habitadas y estaban más cerca de Mordor y él pensó que mantendría su familia a salvo si atravesaban zonas poco pobladas, donde el mal (según su entender) no tuviera ingerencia o interés.
El sol los sorprendió por la espalda, afortunadamente el día se mostraba claro y no muy frío, como si ese poder superior que rige el clima, se hubiera apiadado de ellos. Por momentos Haleth, se olvidaba del destierro y se quedaba absorta  mirando el paisaje, el río corría azul, muy azul junto a ellos, y cada vez mas rápido; detrás quedaban las siluetas de las altas Montañas Blancas, las estribaciones menos elevadas de las Ered Nimrais empalidecían acompañando el camino desde la lejanía. Aunque les parecía a los niños que ya habían andado mucho, Léod no quiso detenerse, así que comieron un poco de pan y queso y continuaron la marcha, hasta que al anochecer llegaron por fin a un pequeño bosque a la vera de unas colinas, cansados y sintiéndose seguros al abrigo de los árboles, decidió Léod que ya podían detenerse y pasar allí la noche.
Apenas conversaron durante la cena, pues todos albergaban una gran pena en el corazón, además del cansancio que terminó por vencerlos.
Aún el sol no terminaba de asomar por el oriente, cuando a Haleth la despertó la llamada de su madre, que ya había dispuesto nuevamente el carro para continuar el viaje, medio dormida, notó que faltaban Léod y Hallas,"tal vez hayan ido a cazar algo para el desayuno", pensó y no dijo nada al principio, pero cuando se la instó a subir al carro para continuar el viaje, preguntó:
—¿Dónde están padre y mi hermano?
—Hallas se fue en la noche, padre ha ido tras él—respondió su madre, mientras tomaba las riendas del carro y le ordenaba al pony ponerse en marcha.
—¿Se fue Hallas? ¿A dónde? ¿Por qué no los esperamos?—volvió a preguntar Haleth, esta vez con angustia.
—Hallas ha huido para unirse al ejército, conozco a mi hijo, siempre quiso ser un jinete no un granjero, pero son tiempos de guerra… Padre ha ido tras él,  pidió que continuáramos el camino, nos alcanzaran.
La mujer miró luego a su hija con cariño y le sonrío:
—Cuando nos alcancen nos detendremos y comeremos algo.
—Tengo hambre—protestó Haleth, su abuela sin decir nada le dio una manzana que llevaba en un bolsillo de su falda.
Pasaron dos jornadas sin tener noticias de Léod y Hallas, el día amaneció gris y los refucilos que estallaban en el cielo anunciaban tormenta. Las mujeres buscaron refugio en unas cuevas que se formaban en las altas barrancas del Isen. Las lluvias fueron torrenciales y se mantuvieron así durante todo el día, por lo que el río comenzó a crecer y la tierra de las altas orillas se empezó a ablandar y a desmoronar. La madre de Haleth vio que el peligro era inminente e intento salvar a su hija, haciendo que esta abandonara la cueva y se aferrara a una raíz que afloraba de la tierra de la barranca, y que intentara subir y alejarse del cause de río. Pero, el agua puede actuar con extrema violencia y rapidez, y como una andanada de barro y destrucción se abalanzó sobre las tres mujeres.
El sol asomó tímido, como si no quisiera enterarse del desastre que había causado la tormenta, y así débilmente, entibió las mejillas de Haleth, que yacía en una pequeña playa en la orilla sur del río, aferrada aún a un tronco.
Cuando volvió en sí, trató de entender lo que le había sucedido, ya no llovía, no sabía cuanto tiempo había pasado allí, ni que distancia fue arrastrada por la furiosa riada, y no encontró señales de su madre ni de su abuela, ni de las pertenencias o del pony. Subió por la pequeña barranca y una vez en la cima trató de encontrar a su familia, llamó, gritó sus nombres, pero solo oyó el estruendo del torrente de agua. No había señales de nadie en derredor.
La niña se sentó en una roca, y se largó a llorar. Estaba sola en un mundo que desconocía por completo. Pero ella era una muchacha criada en el campo, sabía como hacerle frente a la vida cuando esta parecía ensañarse. Enjugó las lágrimas que hacían surcos en el barro seco que le cubría la cara, respiró profundamente e intentó aclarar sus pensamientos, haciendo que estos prevalecieran sobre el sentimiento de horror y angustia que le estrujaba el corazón. Después de mucho deliberar y cuando el sol ya estaba cayendo y empezó a sentir frío, decidió que lo mejor era volver río arriba hasta encontrar rastros de su familia o a su padre. Pero la noche se precipitó fría, limpia y cargada de estrellas, un poco alejado del río, divisó un bosque en un monte y hacia el corrió en busca de refugio.
Encendió en pequeño fuego, tal como Hallas le había enseñado una vez, y se quedó sentada muy cerca de las llamas, hasta que el cansancio, el frío y el hambre terminaron por vencerla.

Un delicioso y desconocido aroma la despertó, al abrir los ojos descubrió que alguien había dejado junto al fuego que aún ardía levemente, un exquisito pan, frutos secos y un brebaje caliente que sabía muy bien y que la reconfortó enormemente, también, cerca de ella encontró una túnica del color del otoño, aunque le quedaba holgada, evidentemente era una camisa de alguien de mayor tamaño. Sin embargo, como su ropa estaba hecha jirones, no dudó en usarla, y calzar sus pies desnudos con unas botas confeccionadas en algo que parecían ser hojas de alguna planta, y que sí, eran de su talla.
Una vez compuesta y repuesta, decidió buscar en derredor a su benefactor, en un principio, guardó la esperanza que se tratara de su madre o abuela, pero descartó pronto la idea.
Recorrió el bosque cuyos árboles y plantas se cubrían con hermosos brotes verdes, y las flores de colores vivos, como el lila y el rojo oscuro, delineaban los senderos y coronaban las pendientes. Caminó extasiada entre el aroma de las plantas y las voces de los pájaros. Por momentos, sentía que alguien la observaba,  pero aquello, lejos de asustarla, le causó gran curiosidad, y como invitada a un juego, buscó entre los árboles, entre las plantas, y sin darse cuenta se adentró en las profundidades del bosque, hasta que cayó en la cuenta de que se había perdido, pero aquello no la desesperó, pues en ese extraño y bello lugar se sintió segura.
Y allí pasó los días, paseando, comiendo los frutos y el exquisito pan que su benefactor solía dejarle y como hechizada por un dulce encantamiento, se olvidó de los sentimientos de dolor tristeza y pérdida.
Haleth creció y se convirtió en una hermosa joven, de larguísimos cabellos dorados, tan luminosos e intensos como los rayos del sol estival.
Una mañana, sintió como solía suceder, el débil y familiar rumor de hojas entre el espeso follaje, y se propuso descubrir de qué se trataba. Dado el tiempo que ella llevaba allí, había adquirido la habilidad de moverse con agilidad entre la maleza pasando prácticamente desapercibida; agudizó su oído y con sumo cuidado para no ser descubierta siguió los ecos que dejaban las ligeras pisadas.
Escuchó el cantar cristalino de una cascada, y el inconfundible repiqueteo del agua, se acercó sigilosa y encontró el más hermoso de los parajes:
Una vertiente de agua deslizándose blanca entre rocas brillantes, hasta dar en un estanque de un color tan verde como nunca había visto, y allí, a la vera del espejo de agua, recostado sobre la hierba, vio al muchacho.
Era la primera vez que Haleth veía de cerca un elfo y quedó anonadada con la belleza de aquel ser de largos cabellos, que imitaban al color de las hojas en otoño; los ojos grises refulgían con destellos plateados y su piel resplandecía de luz.
Al cabo de unos minutos, él le sonrío y dijo unas palabras en una lengua tan armónica y cristalina que a ella le sonó como el tintinear de campanas, pero no comprendió nada, entonces el muchacho le habló en su lengua.
—Hola, soy Amdír, vivo en este bosque, sabía que algún día nuestros caminos se cruzarían.
—Hola, soy Haleth— fue lo único que atinó a contestar, pues aún le duraba el estupor.
—Haleth, de Rohan, supongo —dijo él y extendiendo su mano tomó la de ella.
A partir de ese momento fueron inseparables.
Recorrían el bosque y hablaban de todo, inclusive él intentó enseñarle su lengua Silvana, que ella jamás pudo aprender, pronunciando las pocas palabras que podía de una manera tan extraña, que hacía que el muchacho estallara en sonoras carcajadas.
Durante los veranos habitaban en un flet y dormían bajo las estrellas, y en invierno buscaban refugio en la corteza de un viejo y enorme árbol al que el paso de las edades había dejado hueco.
Haleth disfrutaba mucho de las antiguas historias que Amdír le contaba, pero había algunas de las que él no hablaba y ella podía adivinar una sombra que opacaba su mirada, cuando por ejemplo, le hablaba del destino que Léod había elegido para exiliarse junto con su familia, Dol Amroth.
Hasta que un día por fin él le contó.
—Amroth, fue un príncipe de Lorien, y se cuenta que él se ahogó en la costa cercana a Belfalas, hoy se llama Dol Amroth,  por eso el nombre, y según se me ha dicho, él era mi padre.
Haleth no dijo nada solo lo abrazó y él prosiguió el relato:
—Mi madre era Nimrodel, de los elfos silvanos, ella murió aquí, buscando el camino del mar, siendo yo un niño aún, pero no me ha dejado solo, su espíritu se ha negado a partir ha cuidado de mí, aún lo hace, protegiendo este bosque de extraños, ocultándolo a la vista de otros. Nadie sabe de este lugar, nadie lo ha visto.
—Excepto yo—dijo Haleth.
—Excepto tú—agregó él con ternura—y yo he cuidado de ti, como el espíritu de Nimrodel cuida de mí—concluyó.
Y así, bajo la protección secreta de Nimrodel, los años siguieron pasando.
Hasta que un día, como si fuera un suspiro en la brisa, el espíritu de la madre de Amdír partió finalmente, oyendo la llamada allende el mar. Y entonces, algo cambió.
Haleth comenzó a sentir nostalgia por su familia y cada vez más crecía en ella la necesidad de encontrarlos y de saber de ellos. Por otro lado Amdír, sintió cierta añoranza por el mar, al que no conocía, pero que sabía que estaba en su destino, pero de esto no habló con Haleth, hasta una tarde de comienzo de verano, cuando después de conversar durante horas, convinieron en que había llegado el momento en que Haleth, debía partir para encontrarse con su gente.
Juntos caminaron hasta el final del bosque, al pié de la cara occidental de Las Montañas Blancas, era la tierra conocida como Druwaith Laur, cuyos habitantes no eran amistosos. Amdír, la acompañó por un pasaje oculto en la montaña, que conducía al otro lado de las Ered Nimrais, ya en la cara oriental se convertía en un sendero que llegaba hasta el Camino del Sur, una ruta que en ese sector corría paralela a la cadena montañosa y que llegaba a Edoras. Juntos anduvieron, bajo la luz de las estrellas, bajo los rayos dorados del sol estival, durante muchas jornadas y la mayor parte del camino en silencio, una gran pena los embargaba pues, ese era el ultimo camino que harían los dos juntos.
Finalmente, cuando Amdír se dio cuenta de que ya estaban muy cerca del territorio poblado y que  era seguro para Haleth, se detuvo bajo la sombra de un frondoso árbol, que crecía solo, a la vera del camino.
—Es aquí donde nos despedimos—dijo él tomándola dulcemente por los hombros—nuestros caminos ahora son distintos, tú seguirás al frente y yo me iré al oeste.
—Puedes continuar conmigo, Amdír—murmuró Haleth, y se abrazó muy fuerte a él.
—No—contestó él, apartándola suavemente—así tiene que ser, de ahora en más, siempre serás mi Vendë Lerya, le dijo en elfico, así te llamaré en mi corazón.
Haleth sonrió—No sé que significan esas palabras—dijo.
—No importa, porque sólo para mí tendrán sentido.
Y se besaron dulcemente y así Haleth siguió su camino al este y cuando volvió la cabeza para ver a su amado Amdír, él ya había desaparecido detrás de las rocas de la montaña, y por primera vez en mucho, muchísimo tiempo se sintió sola como cuando era una niña sentada en una roca en la orilla del Río Isen. Pero siguió caminando, llegó por fin al lugar donde el sendero se unía al Camino del Sur, como se sentía verdaderamente cansada se sentó en un mojón de piedra, para recobrar el aliento, y justo en ese momento una pareja que viajaba en un carro camino a Edoras pasó por allí y al verla, ofrecieron llevarla, de buena gana Haleth aceptó, ya en camino, recordó el carro en el que viajaba con su familia cuando tuvieron que abandonar la aldea y su corazón se entristeció nuevamente pero también recordó los peligros de los cuales su familia escapaba.
--¿Es segura esta ruta?--preguntó alarmada.
La pareja de campesinos se miró entre ellos y levantando los hombros el hombre contestó:
—Sí, no hay motivo para pensar lo contrario.
—¿Y los orcos? ¿No hay orcos por aquí?—insistió Haleth.
Los campesinos soltaron una estruendosa carcajada y el hombre contestó:
—Señora, ¡sí que usted tiene un gran sentido del humor!, no ha habido orcos desde que terminó la guerra
"La guerra ha terminado y tal vez no haya sido tan grave y pueda encontrar a mi familia o a mis vecinos que escaparon hacía Edoras, tal vez ellos sepan algo de Hallas y mi padre". Con esos pensamientos se tranquilizó su corazón y estuvo de buen ánimo el resto del camino.
Atardecía cuando llegaron, y la ciudad se engalanaba con cientos, miles de luces, más de lo normal, y hermosos estandartes ondeaban sobre un cielo con los intensos reflejos naranjas, que dejaba el sol antes de terminar de caer detrás de las montañas. Haleth se maravilló, pues nunca había visto una ciudad.
—Grandiosa, ¿verdad?—dijo la mujer al ver la expresión en la cara de Haleth.
—Son los festejos del Rey—agregó el hombre—espero que tengas donde quedarte, la ciudad está repleta.
La cara de desconcierto de Haleth lo dijo todo.
—Bien, se quedará con nosotros, una más no va a ser problema—acotó la mujer.
Subieron con el carro por la avenida principal, las calles estaban atestadas de gentes que reían, hablaban fuerte, cantaban y bailaban al son de muchas y múltiples melodías.
Llegaron por fin a destino, una hostería de piedra con techos de madera dorada. Mientras el hombre, llevaba su caballo a un establo, la esposa y Haleth, entraban a la hostería parte de los bártulos que llevaban en el carro, en su mayoría enseres y utensilios confeccionados con los altos juncos que crecían en los pastizales que bañaba un río, y que ellos comercializaban, llevando a distintas ciudades, Edoras era una de esas ciudades.
En aquella fecha, estaban a pleno los festejos, por el cumpleaños del Rey, y no sólo habían acudido compatriotas de todas partes del reino, también se habían hecho presente señores y príncipes de otros reinos, entre ellos se encontraba Eldarion, el hijo del Rey de Gondor, que encabezaba la comitiva de dicho país,  y cuyos estandartes ondeaban orgullosos junto con los de Rohan, en los portales de Medusel.
Era aquella la causa por la que la ciudad estaba colmada de gente y el clima fuera festivo. Haleth, que venía de vivir en la calma del bosque que compartía con su Amdír, se sintió poco menos que aterrorizada, casi como si fuera un animal salvaje acorralado. En cuanto pudo, se escabulló en un rincón del gran salón de la hostería, debajo de una escalera. Allí la divisó el muchacho, que se acercó convidándole una pinta de cerveza.
—No sé que es lo que le sucede señora, pero es una lástima que se pierda estas fiestas—le dijo instándola a salir del escondite.
 Haleth levantó tímidamente la vista para ver a su interlocutor y dar alguna excusa, que le permitiera continuar a salvo en su refugio, pero al ver el rostro de aquel muchacho, el corazón le dio un inesperado vuelco, pues podía reconocer el semblante mismo de su hermano, aunque ya convertido en un hombre.
—¿Hallas?—preguntó Haleth.
—Léod, hijo de Hallas—respondió sorprendido el muchacho—¿conociste a mi padre?
Haleth sintió que el piso mismo se le desmoronaba bajo sus pies. ¿Era aquel su sobrino?, cierto es, que se llamaba como su padre, y que era muy parecido a Hallas, y de hecho había dicho que era hijo de un Hallas, demasiadas coincidencias y demasiados interrogantes se agolparon en la cabeza de la pobre Haleth.
—Mi hermano se llama Hallas, mi padre Léod y yo soy Haleth, vivíamos en una aldea a orillas del Río Isen, antes de la guerra.
El muchacho sonrío, le tomó la mano y dulcemente le dijo:
—Eres pues, la hermana que mi padre buscó toda su vida—y la abrazó.
—No entiendo—dijo Haleth aturdida—¿Dónde esta Hallas? ¿Dónde está mi hermano? ¿Y mi padre?
—Ven vamos a ponernos al día.
El joven y la condujo a un sector tranquilo que había en la cocina. Y allí se sentaron junto al fuego, lejos, dentro de lo que se podía, del barullo y la algarabía.
—Hallas, mi padre, era dueño de este lugar, falleció el verano pasado, pero nunca dejó de buscarte a ti y a tu madre, se separaron una noche, cuando huían de la aldea en la que vivían después de la muerte en batalla del hijo del Rey Theodén. Mi padre y su padre, lucharon en el Abismo de Helm, y luego en defensa de Minas Tirith, allí murió Léod, de quien llevo el nombre. Parece que la guerra los sorprendió y ya no pudieron volver por ustedes, aunque mi padre sí lo intentó luego
—Pero... ¿Cuánto tiempo ha pasado?—preguntó Haleth, desorientada.
Largos años habían transcurrido mientras ella vivió en el bosque bajo la protección élfica del espíritu Nimrodel, no lo había notado, pues por aquel hechizo, el tiempo casi permaneció detenido para ella.
—No lo sé, pero todos los que vivieron en aquellos días tumultuosos, son viejos ya, excepto tu. Tal vez cuando me cuentes de ti, dónde has estado estos muchos años, pueda comprender--respondió el joven Léod.
—Cuando a mi madre y a mi abuela se las llevó el río, busqué refugio en un bosque y allí he estado hasta ahora—contesto Haleth, con gran tristeza, pero no dijo nada más.
Esa noche durmió allí, siendo la invitada de honor de su sobrino, quien además de inmediato, dispuso que se quedara a vivir con él y su familia, en nombre del sueño que Hallas no había podido cumplir.
Haleth se levantó muy temprano al día siguiente y recorrió el lugar con emoción, imaginando a su querido hermano en esos mismos lugares por donde ella ahora pasaba, tocando las paredes de piedra, los muebles, como si aquello pudiera acercarla  a él. Conforme el sol desde el oriente alejaba a las sombras que huían detrás de las Montañas Blancas, las personas empezaron a salir del letargo, a pesar de las resacas y las borracheras tardías. Ya para mitad de la mañana, las calles eran nuevamente un hervidero de gente, y esta vez se amontonaban todos en la calle principal, sobre la que estaba emplazada la hostería y que era el camino directo desde el límite bajo de la ciudad hasta las mismas puertas del castillo de oro, en la cima de la colina, donde habitaba el Rey y sus huéspedes. No estaba en el ánimo de Haleth participar de ningún festejo, sentía una gran pena pues aquellos a quienes había ido a buscar ya no estaban, sin embargo agradeció en su corazón haber encontrado a su nueva familia, y estaba más que dispuesta a quedarse a vivir con ellos. Aunque esa vez buscó refugio en la habitación que Léod le había asignado en el primer piso de la casa.
—¿No quieres ver el desfile?—le había preguntado el muchacho.
—No, prefiero quedarme aquí, me aturden las multitudes—contestó Haleth.
—Bien, pero si sientes curiosidad, desde la ventana tendrás una buena vista, daré ordenes para que nadie moleste, las ventanas son muy codiciadas en estas ocasiones—agregó sonriente el joven Léod. Y se retiró dejándola sola.
Muchos pensamientos daban vuelta por la cabeza de Haleth y sentimientos encontrados anidaban en su corazón, y por tercera vez en su vida, volvió a tener esa sensación de soledad, que había experimentado hacía tantos años ya, a la vera del Río Isen, aunque ahora se encontrara tendida en una cama.
La algarabía en la calle se hizo insoportable, las personas gritaban y aplaudían, por lo que Haleth se acercó a la ventana para cerrar los postigos, entonces los reflejos de las armaduras y los yelmos de mithril  de los soldados de Gondor que participaban en el desfile, la hicieron mirar, y vio al Príncipe Eldarion, resplandeciente, con los largos cabellos oscuros brillando al sol, era en verdad hermoso, y se quedó observándolo y justo en el momento en que él pasó junto a la ventana, sus ojos se cruzaron, y ella pudo ver en el reflejo plateado de los ojos grises del joven príncipe, a la mirada profunda y serena de Amdír.
Entonces un nuevo anhelo entró en su corazón, y decidió que no podía quedarse allí, que le dolía en el alma haber dejado a su amado y que ya que sabía cual había sido el destino de su familia, debía volver con él.
Al joven Léod le entristeció sobremanera la partida de Haleth, un día recuperaba a su tía a la hermana muy amada de su padre, y al otro día la perdía, sin haber podido al menos compartir recuerdos y horas con ella, pero aunque le rogó y le pidió que se quedara con él, no logró convencerla.
Así que, muy a su pesar se despidió, pero antes le facilitó un caballo, dinero y víveres para el camino.
—Lamento perderte Haleth, me gustaría saber que volveré a verte algún día—dijo el muchacho.
—No te lo puedo prometer, se alegra mi corazón por haberte conocido, y se llena de paz al saber que mi querido Hallas, logró llegar a ser un jinete, y que mi padre, que era un campesino que se oponía a las guerras, pudo mostrar su valor dando la vida, defendiendo la causa justa de los pueblos libres. Esto contenta mi alma más de lo que te imaginas, pero mi corazón pide otra cosa y no puedo quedarme aquí.
Y así sin más partió, acompañada por la misma pareja con la cual había llegado, quienes regresaban a su tierra. Anduvieron unos metros y cuando Haleth volvió la mirada, vio parado a su sobrino, con el cabello cobrizo ensortijado, y le pareció a ella que era el mismo Hallas que la estaba mirando con tanta tristeza, y realmente estuvo a punto de pegar la vuelta, pero no pudo, algo mucho más poderoso que el amor a su familia la empujaba, para que siguiera su camino. Entonces ya no miró atrás.
Finalmente llegaron hasta el punto de la ruta donde nacía el sendero que se hundía en las montañas, cruzándolas hasta la cara occidental.
Allí Haleth se despidió de aquellas buenas personas, y tomó su camino.
Le pareció que el sendero estaba levemente cambiado, más pedregoso, e inclusive hasta inaccesible en algún punto, aunque ahora estuviera a caballo y anteriormente lo había hecho caminando. Encontró el frondoso árbol, donde se habían despedido con Amdír, y decidió pasar allí la noche, cubierta por las profusas ramas que la escondían de las estrellas. Al otro día, después de desayunar unos frutos secos, siguió el viaje.
No contó los días y las noches que duró la travesía, pero finalmente llegó al otro lado de las Ered Nimrais, se sentía feliz y pensaba en la cara de sorpresa de Amdír, cuando la viera de vuelta, especulaba sorprenderlo junto al estanque, y en esos pensamientos ocupo el tiempo, hasta que cayó en la cuenta que había andado ya lo suficiente pero que el bosque no aparecía ni en la lejanía, es más, las tierras se veían más yermas de lo que ella recordaba, no había arroyos, ni flores coloridas emergiendo en las hendiduras de las piedras, solo rocas grises y pardas y un enorme y viejo árbol de corteza hueca, que no reconoció.
Intentó varios caminos alternativos, pero cuando llegó hasta las orillas del Río Adorn, cayó en la cuenta de lo extraviada que estaba, además, si ese era el Adorn, sí que estaba en serios problemas, porque las gentes que por allí habitaban, siempre habían sido hostiles con los rohirrin.
—Bien, esperemos no encontrarnos con alguien, no es bueno perderse en estos territorios--le dijo a su caballo mientras éste bebía agua del río.  Pero los dos hombres que estaban  pescando, detrás de unas rocas, próximos a donde Haleth se encontraba, la oyeron murmurar y extrañados se acercaron a ella.
Grande fue la sorpresa y también el susto de Haleth, al ser abordada por aquellos dos personajes de aspecto tan extraño.
—No se asuste usted, Señora de Rohan—dijo uno de los hombres—somos campesinos, somos pacíficos.
—Somos pacíficos—repitió el otro.
—¿Cómo saben que soy de Rohan?—preguntó Haleth con desconfianza.
—Por el caballo y el cabello—respondió uno.
—Por el caballo y el cabello—repitió el otro.
—¿Quienes son ustedes?—volvió a preguntar Haleth, sosteniendo fuertemente las riendas de su caballo.
—Yo soy Bur.
—Yo soy Gan.
—Estas son nuestras tierras nosotros vivimos aquí y no vemos muchos extranjeros en estos parajes—dijo Bur.
—Es cierto no vemos, y mucho menos extranjeros mujeres—agregó Gan obsequiando una gran sonrisa desdentada que asustó más a Haleth.
—No tema, señora, no somos peligrosos. Ya no quedamos muchos de nosotros y somos pacíficos, nos dedicamos a pastorear, y si no tenemos nada que pastorear, pescamos—aclaró Bur.
—Estoy buscando un bosque, que se erguía cerca del Isen, pero parece que me he perdido, ¿podrían ustedes indicarme el camino?—preguntó Haleth, algo más tranquila, aunque no mucho.
—¿Bosque?, no hay bosques de éste lado del Isen—contestó Bur.
—No, no hay—repitió Gan.
—Sí, hay uno, yo he vivido en él, pero ya no lo encuentro—agregó Haleth.
Los dos hombres se miraron entre ellos, la miraron a Haleth, se volvieron a mirar entre ellos y entonces Bur dijo:
—¿No será el bosque del elfo?
—¡Sí!—exclamó Haleth—¡el bosque del elfo!
—Usted no parece elfa, ¿qué hacía ahí, señora?—preguntó Bur.
—Eso es algo que sólo a mí me concierne—replicó enojada Haleth.
—Esta bien—dijo Bur en tono pacificador—no se enoje usted, es que me dio curiosidad, eso es todo.
—Sí, nos dio curiosidad--comentó Gan.
--Y bien, ¿saben o no dónde esta el bosque?--replicó Haleth.
--Ahora sabemos donde estaba porque ya no esta el bosque, señora--Contestó Bur.
--Ya no está, pero ahora podemos ver esas tierras que antes nos estaban vedadas--dijo Gan.
--Les decimos “Las Tierras del árbol seco”, porque de pronto apareció ese terreno yermo con ese árbol grande y muerto en el centro--agregó Bur.
Y entonces Haleth recordó aquel gran árbol que le daba abrigo en invierno a ella y a Amdír, y el árbol viejo y retorcido que había visto buscando el bosque, y las palabras de Amdír:”Nadie lo ha visto”, y se entristeció.
—El bosque desapareció cuando el elfo se fue—dijo Bur.
—¿A dónde se habrá ido?—pensó Haleth, tan contrariada que lo hizo en voz alta.
—Los elfos se van a occidente—respondió Bur.
—Sí, en barco—agregó Gan.
—¡Eso es! ¡Sí y ya se desde que puerto!—exclamó Haleth, de pronto con un súbito cambio en su animo, y luego preguntó:
—¿Me podrían indicar el camino a Dol Amroth?
—¿Dol Amroth?, eso está muy lejos señora—respondió Bur.
—Muy lejos—repitió Gan.
—Necesito ir hacia allí—dijo Haleth.
—No sabemos con exactitud el camino, señora, pues nunca hemos ido hacia allí, pero le ayudaremos a encontrarlo—dijo Gur.
Y así emprendió Haleth, a fines del verano, su viaje a Dol Amroth, la primer parte del camino la hizo junto a Bur Y Gan, que eran woses, los hombres más extraños y feos que había visto jamás, pero fueron muy atentos con ella, contrariamente a lo que se podía creer, la ayudaron a cruzar ríos y le indicaron los caminos para cruzar las montañas, pero no las cruzaron con ella.
—Aquí nos despedimos, señora, aquel ya es el País de Gondor, y  nosotros no nos gusta—dijo finalmente Bur.
—No nos gusta—repitió Gan.
Y allí, en el paso que cruzaba las estribaciones occidentales de las Ered Nimrais, se despidieron.
Fue un otoño particularmente duro, y parte del camino se le hizo muy difícil a Haleth, pero siempre encontraba personas dispuestas a ayudarla, finalmente ya casi entrando al invierno llegó al mar.
El gusto salado que de pronto le irrumpió en la boca al respirar, y el no muy lejano y atronador murmullo que desconocía por completo, fueron los que le anunciaron que el mar estaba cerca. Hasta que por fin, apareció ente ella, grandioso, infinito y aterrador. Gris oscuro como el cielo, con grandes olas de crestas espumosas, que golpeaban contra las rocas. Arriba, en la cima de una colina, las torres de Dol Amroth, observaban impávidas aquel portento.
Pero no había barcos en la bahía, eso la devastó, un viaje tan largo para nada.
De pie en un acantilado frente al mar se sintió sola, y un vacío desolador le partió el corazón.
Se echó a caminar sin rumbo, por el borde del acantilado, y el destino quiso que se encontrara con un hombre que vivía en la aldea de pescadores cercana al puerto, él le dio refugio en su casa.
Allí en la aldea, Haleth, supo que ningún barco zarpaba en invierno y que durante el verano ningún elfo había sido visto por allí para partir a occidente.
—No suelen partir desde aquí los barcos de los elfos, en Los Puertos Grises, en el norte, está el sitio desde donde se hacen a la mar para no volver—dijo el pescador a Haleth, ella se desesperó y al instante quiso ponerse en marcha al norte, pero el pescador le aclaró:
—Señora, si partís ahora en invierno, jamás llegaras a destino, quédate con nosotros y en primavera habrás recuperado fuerzas para emprender tan largo viaje.
Y el invierno aunque crudo, pasó rápido, y la primavera finalmente llegó trayendo infinidad de colores, y otorgándole al mar, un hermoso y profundo color azul.
—¡Venga señora, hay un barco que llegó hoy a la bahía, parece que es un barco élfico!
Al escuchar aquellas palabras, Haleth corrió al puerto, donde las barcas de los pescadores se mecían entre las olas mansas, esperando el tiempo propicio para zarpar.
Los niños se habían arremolinado donde estaba amarrado el cisne dorado, que pronto zarparía a las Tierras imperecederas. Haleth avanzó abriéndose paso entre los curiosos, la gente se había amontonado, pues no era común ver a los barcos de los elfos partir desde allí. Esperaba encontrar a Amdír, pero él no estaba.
Entonces, se quedó y no se movió, a la espera de que llegara el navegante del barco, y pasó varias horas hasta que por fin lo vio.
Llevaba una capa del color del otoño que le cubría la cabeza, y parte de la cara, de modo que era difícil determinar si se trataba de un hombre o un elfo, largos cabellos dorados asomaban debajo de la capucha. El corazón de Haleth, dio un vuelco, porque reconoció a Amdír en la manera de caminar, y cuando pasó a su lado pudo ver los ojos grises que brillaban y se cruzaron con los de ella, pero no la reconocieron.
Haleth, quedó de una pieza, con tristeza se dejó caer en unas escalinatas, donde permaneció inmóvil, hasta que el barco desplegó su vela al viento y partió.
Unos muchachos que esperaron para observar como zarpaba la nave,  comentaban lo maravillosa que les parecía, y uno de ellos se detuvo en la inscripción de la vela, que estaba escrita en la antigua lengua de los elfos silvanos.
—Vendë Lerya nya, dice, si no me equivoco—comentó el muchacho
—¿Y que significa?—preguntó otro joven.
—Mi Doncella Libre.
Haleth, escucho aquello, y en silencio, se fue caminando hasta la playa, y cuando ya era de noche y las estrellas y la luna brillaban desmesuradas en el cielo, ella decidió que nuevamente debía partir, pues ya nada la ataba  a esas tierras. Y se fue caminado al oeste, y conforme se iba internando en el mar, la luna plateada se reflejaba en sus cabellos blancos, pues los años finalmente la habían alcanzado. Una vez más volteó la cabeza para ver lo que dejaba, pero nada vio, así que se entregó a las olas que tenía por delante.
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