El Círculo, rosas y cruces.
Relaciones familiares....
Livia
irrumpió en la habitación de los niños y con movimientos nerviosos
levantó a los mellizos de la cama, los vistió, los peinó, y cuando
estuvieron convenientemente arreglados, los tres bajaron la escalera y se encaminaron al salón. A
esa hora, la
luz
de la mañana que se derramaba por el ventanal inundaba el ambiente.
Estuvieron
un buen rato sentados a la mesa, donde todo estaba dispuesto excepto
el desayuno.
Benjamín
tenía hambre y podía oír al estómago de Mauro rezongar también,
tomó la taza vacía—
¡Queremos comer!—exclamó,
mientras la sacudía.
Livia
soltó un desesperado—¡Shhh!—llevándose
el dedo índice
a
los labios, luego agregó en voz baja—
la tía Sabina debe estar indispuesta hoy, pues aún
no ha bajado de su habitación, no querrán molestarla, ¿no?,
además se hace tarde para ir a la escuela ya no podemos esperar
más.
—Pero,¿y
qué vamos a comer?—
protestó Mauro.
—Ya
veremos en el camino—respondió
Livia y lo tomó del brazo.
Rosaura
que hasta el momento había permanecido al pie de la escalera se
acercó a Livia y le dio dos pequeñas manzanas que tenía
escabullidas entre la ropa.
—Pero…
Mamá—Livia
echó una mirada
fugaz a
la escalera.
—No
te preocupes hija, las encontré en el prado cercano, había muchas
en el suelo más
tarde paso y veo si puedo traer algunas más.
Y
así partieron Benjamín y Mauro, atravesando el jardín para salir a
la calle rumbo a la escuela, mordiendo las pequeñas manzanas y a la
rastra de la mano de su madre.
Rosaura
se recostó contra el marco de la puerta, mientras los veía
alejarse.
—Livia
sigue siendo una belleza, aun con las cargas que debe soportar. Pero
pronto las cosas van a cambiar para mi pequeña—murmuró
para sí, luego suspiró e ingresó a la casa.
Sabina
recién apareció bien entrada la mañana.
Bajó
la escalera con solemnidad.
Siempre
vestía en colores claros, sencilla y elegante, y si bien tenía un
dejo casual, todo en ella estaba perfectamente calculado.
La
casa en la que Sabina vivía con la madre, hermanas y sobrinos, era
una antigua mansión perteneciente a la familia de su suegra, La
Condesa. Cuando
Sabina se casó con el hijo de esta, restauraron la antigua Villa
para que la joven pareja viviera allí.
Pero
el esposo terminó siendo una cruz en el pequeño predio circular,
rodeado de cipreses, al pié de una loma en los terrenos traseros de
la casa. Entonces Sabina se llevó a vivir con ella a su madre; a
Nieves, la hermana mayor y a Francisco, el hijo de esta.
Lamentablemente el chico se convirtió en otra cruz en el predio de
los cipreses. Por último, Sabina convocó a Livia, la menor de las
hermanas, que llegó a la casa acompañada de los colores y el
bullicio de sus pequeños mellizos.
Las
cuatro mujeres eran tan unidas que nadie podía traspasar el círculo
en el que se encerraban, esto había sido así desde siempre, y
ahora, en aquella casa lo eran aún
más.
—¿Tomamos
un té?
—Sí
hija, te estaba esperando aquí en el salón para desayunar.
Sabina
se dirigió a la cocina y al cabo de unos minutos volvió trayendo en
una bandeja dos tazas de té.
—¿Y
los niños?, ¿ya se fueron?—preguntó
mientras ocupaba su sitio a la mesa.
—Sí,
hoy no pudieron esperar se les hacía tarde. ¿Qué te pasó que
bajaste a estas horas?
—No
pude dormir bien. Voy a cortar rosas, necesitamos realzar algunos
rincones de la casa, estaba pensando en ubicar un hermoso ramo junto
al ventanal.
—Sí,
va a quedar espléndido.
Livia
regresó después de dejar a los niños en la escuela, y viendo que
Rosaura y Sabina habían tomado el té del desayuno y estaban ya en
el jardín abocadas de lleno a la tarea de las rosas, se sumó a
ellas.
De
las cuatro mujeres, Livia era la más
predispuesta, parecía incansable con su delgadísima figura y los
cabellos rubios recogidos en una
cola.
Ella
era
el nexo de
la casa
con el exterior y esto era así, más
que nada por los niños, ellos no entienden de círculos cerrados,
exigen aire nuevo y demandan libertades; además, Livia
era
la única de las mujeres que había
vivido afuera del círculo.
—Conseguí
un trabajo en la hostería de Don Félix—dijo
como al pasar, mientras con la tijera cortaba una rosa roja.
Hubo
un largo y desinteresado silencio.
—Va
a ser por la mañana, en el horario en que los niños están en la
escuela—agregó.
—¿Haciendo
qué?—Preguntó
Rosaura.
—Mucama,
voy a limpiar las habitaciones.
—¡Pero
Hija, yo no te he educado para eso!—protestó
Rosaura.
—¿Y
para qué me has educado mamá?
—¡Para
que seas una señora!
Sabina,
que hasta el momento se había mantenido al margen de la conversación
acomodando las rosas en un ramo, habló con toda tranquilidad.
—Por
supuesto que no va a ir, es mi hermana, esta viviendo en esta casa y
no me va a hacer quedar mal con La condesa. Les
recuerdo que gracias a su generosidad estamos viviendo aquí, no se
habla más del asunto. Voy a la casa a llevar este ramo, creo que
necesitaré un jarrón más alto, me han quedado los tallos largos,
pero así se ve hermoso ¿No?.
—Sí,
llevemos estas rosas también, para la mesita que está
junto al piano—comentó
Rosaura y se dirigió a la casa detrás de Sabina.
Livia
se quedó sola en el jardín, mirando las montañas que parecían
lejanas con sus sombreados otoñales. Se percibía en la humedad de
su mirada y en la expresión de su rostro, el peso de una angustia
persistente que la agobiaba. A veces maldecía el momento en que se
había dejado atrapar nuevamente en aquella telaraña, pero dada la
situación apremiante por la que atravesaba, no dudó en aceptar la
propuesta de Sabina y de Rosaura, para que sus niños tuviesen un
hogar sin los sobresaltos de un padre violento y todas las
inseguridades que aquello conllevaba, y en lugar de eso, le terminó
dando
a sus pequeños la seguridad de un mausoleo.
Un
mausoleo luminoso y hermoso, Sabina poseía un gusto especial, tanto
en lo que respetaba a su persona, como en la decoración de la casa y
en cada ámbito de su vida, además adoraba tener todo bajo control,
no se hacía nada sin pasar por su estricta supervisión, ni el hecho
diario de preparar un desayuno o un simple té se podía hacer si
ella no lo autorizaba o no estaba presente.
Livia
regresó a la casa después de pasar un tiempo en el jardín y sintió
el insipiente aroma de comida que se escapaba de la cocina.
—Seguramente
los niños tendrán hambre cuando regresen de la escuela, así que
les estoy cocinando una deliciosa carne al horno y una sorpresa, ¡un
pastel de arándanos para el postre!—comentó
una entusiasta Sabina.
Livia
miró a su madre que batía nata en un recipiente, y le costó
reconocer a la persona que con el gesto adusto por la preocupación
le había dado las manzanas unas horas atrás.
—Sí.
Se fueron sin desayunar esta mañana, seguramente van a tener hambre,
tienen solamente seis años. ¡Claro que van a tener hambre!—exclamó
Livia en tono de reproche saliendo
de la cocina.
—¡Vaya!
¿Qué le pasa a esta muchacha?, ¡parece
que hoy se ha levantado con el pie izquierdo!—comentó
Sabina, sazonando
unas patatas antes
de meterlas
en el horno.
—Ha
de estar nerviosa por los niños. Los mellizos son
agobiantes en ocasiones. ¿Te parece que la nata está a punto o sigo
batiendo un poco más?
—Continúa
batiendo. Mientras,
se termina de hornear el pastel, y yo preparo el
dulce
de arándanos.
Livia
se sentó en una silla del salón, intentando contener las lágrimas,
respirando como si el diafragma se le pegara en la garganta.
Era
una mujer fuerte, podía aguantar cualquier cosa, y era preferible
soportar los golpes de un hombre a tener que enfrentar el hecho de
que sus pequeños fueran a la escuela con hambre por la locura de su
hermana.
Claro
que no siempre las cosas eran así, si Livia se apegaba a las reglas
establecidas en el hogar de Sabina, la situación se hacía más
llevadera y los niños podían disfrutar de una vida normal. Levantó
la vista un instante, tal vez para distraer los pensamientos con
otra cosa, y vio a Nieves afuera en el jardín, en ropa de cama y
caminando hacia el campo de los cipreses.
—Hablando
de locura—dijo e
inmediatamente se puso de pie y salió a buscarla.
—Nieves,
¿qué haces vestida así y descalza aquí en el parque?,¿quieres
a caso enfermarte?—reprendió
Livia. Nieves la miró sin verla con los ojos claros y transparentes
y no dijo nada, no hablaba desde la muerte de Francisco. Pero en ese
momento insistía con ademanes en ir hacia
el predio de los cipreses.
—Está
bien, yo te acompaño, pero quédate aquí, voy por un par de
zapatos.
Livia
condujo a Nieves hasta una banca que había en el jardín a la sombra
de un nogal. Pero cuando se disponía a dejar a su hermana allí para
retornar a la casa en busca del calzado, ésta la aferró del brazo
con fuerza y le clavó los ojos color agua con intensidad, hacía
tiempo que Nieves no interactuaba con nadie, desde la muerte de su
hijo había entrado en una depresión que se agudizó hasta dejarla
convertida en un ente, esto ocurrió antes de que Livia llegara con
los niños a vivir a
la casa, desde entonces ella había sido poco más
que una sombra de mirada ausente que vivía encerrada en su cuarto,
Sabina era quién
se ocupaba de atenderla y rara vez dejaba que Livia o su madre lo
hicieran.
—Debes
irte de aquí con tus niños.
Livia
no pudo reaccionar por la sorpresa, nadie esperaba que su hermana
mayor volviera a hablar algún día y menos en ese momento.
—¿Qué
has dicho?
—He
visto las cruces, debes irte de aquí,
llévate a tus niños, las cruces … Mi Francisco me las ha
mostrado.
—¿Cruces?
Livia no obtuvo respuesta a su pregunta. Nieves volvió a su estado habitual, hasta el interés por ir al predio de los cipreses se le esfumó.
Livia no obtuvo respuesta a su pregunta. Nieves volvió a su estado habitual, hasta el interés por ir al predio de los cipreses se le esfumó.
Después
de un instante, la tomó de la mano y abrazándola con cariño la
llevó nuevamente a la casa, y la ayudó a subir las escaleras hasta
su habitación, para que Sabina no llegara a enterarse de esa suerte
de escapada.
Cuando hubo dejado a Nieves segura en su cuarto, se percató de que
ya era casi la hora de ir a buscar a los niños a la escuela, así
que bajó apurada las escaleras, una vez en el comedor se encontró a
Rosaura, que estaba poniendo la mesa para el almuerzo.
—¿Todavía
estas aquí?, será mejor que te apures, ya sabes que a Sabina no le
gusta que se pase de la una del mediodía—observó
Rosaura y luego comentó para sí—¿Dónde
estará el servilletero de plata?
Livia
atravesó corriendo el prado delantero de la casa y de la misma forma
subió los trescientos
metros cuesta arriba hasta la escuela, preocupada porque sabía que
si volvía después de la hora fijada por Sabina, lo más
probable era que sus chicos se quedaran sin almuerzo. Por fortuna
llegó justo cuando los niños salían del viejo edificio escolar,
divisó las cabecitas pelirrojas que corrieron hacia ella, los abrazó
con fuerza. Luego los tomó de las manitos uno a cada lado y
emprendieron el camino en bajada, pero cuando apenas habían hecho
unos metros, Benjamín se le soltó de la mano y salio corriendo,
Livia desesperada corrió tras él y lo encontró parado en el borde
de un barranco por el que serpenteaba un peligroso camino secundario.
—¡Benjamín!
¿Qué haces?—
reprendió con pavor por la posición del pequeño.
Benjamín
se dio vuelta avanzó hacia ella y le dijo entusiasmado:
—¿Ves
esa casa de allá abajo?, esa, es nuestra casa.
Livia
miró hacía donde señalaba el pequeño, alcanzó a divisar la casa
el gran jardín y el predio de los cipreses al pie de la colina, con
sus antiguos promontorios de piedra, recuerdo de remotos moradores y
las cruces de madera, dos cruces grandes. Y
fue allí, en ese instante que, alcanzó a divisar otras dos cruces
más
pequeñas, nuevas, clavadas sobre la tierra que aún
se hallaba sin abrir. Dos
cruces que esperaban.
—Ven
Livia, no te quedes atrás—le
había dicho Nieves y la tomó de la mano.
La
pequeña se había distraído con un colibrí que revoloteaba sobre
las flores de vivos colores que crecían entre las lápidas, más
adelante, en el camino angosto bordeado por árboles, Rosaura y
Sabina paseaban sus siluetas alargadas, sobre todo Rosaura, alta,
inalcanzable, vestida de negro.
Habían
ido al cementerio, a cumplir con el rito de la viuda e hijas
dolientes.
Era
aquel el primer recuerdo de Livia, sin embargo, ella no recordaba al
hombre al que le dejaban flores en una lápida de mármol. Rosaura
jamás hablaba de él, y sus hermanas tampoco.
De
su infancia no tenía mucho que remembrar, solamente que la llevaban
y la iban a buscar a la escuela, que la metían en un automóvil
antes de que pudiera despedirse de los otros niños, con quienes
tenía prohibido relacionarse. Cuando finalizó los obligatorios
estudios primarios, tal como había sucedido con Nieves y Sabina, no
siguió estudiando, su madre había celebrado aquello como el final
de "La
tortura escolar".
—
Ahora
sí,
mi niña serás libre, ya no más
cumplir horarios ni ordenes absurdas—
le había dicho.
¿Libre?
Vivían encerradas en el mundo de apariencias que Rosaura había
creado. En una casa que parecía extraída de una publicidad de
decoración, vestidas siempre con lo último que dictaba la moda,"e spléndidas" como solía decir.
Ella
y sus hijas eran las más
hermosas, e intocables también. Como
las rosas, se resguardan detrás de las espinas.
La
primer fisura que Livia recordaba en aquel circulo de perfección,
fue cuando Nieves anunció que estaba encinta. ¿Cómo había
sucedido aquello si Rosaura tenía todo bajo control? Evidentemente
el muchacho resultó ser un don nadie, por lo tanto Nieves no lo
volvió a ver, y dio a luz a un niño, en el circulo familiar con su
madre y hermanas, siempre unidas.
Livia
estaba entrando a la adolescencia cuando Sabina se casó con un joven
de "Buena
familia"
y se fue con él.
Siempre recordaba lo feliz que se sentía por su hermana.
Siempre recordaba lo feliz que se sentía por su hermana.
—Mamá,
al fin se te ha escapado una de nosotras, la próxima seré yo—dijo,
más bien decretó, y efectivamente eso hizo, al poco tiempo de
aquella sentencia, logró ubicar a sus abuelos paternos en la ciudad
y se fue a vivir con ellos. Dos
ancianos taciturnos y silenciosos, que vivían en una casa oscura
con olor a humedad, tan distinto al hogar impecable que había sido
su realidad hasta entonces. Y encontró que existían mundos
distintos con otras verdades que hasta inclusive podían lastimar.
La
frialdad con la que Rosaura se despreocupó de su hija menor fue
inversamente proporcional a la vehemencia con la que se aferraba a
ella cuando estaba bajo su tutela, como si todo ese sentimiento
intenso y abrasador se hubiera enfriado en un instante.
Sola
y afuera de la protección del círculo, Livia conoció a Martín un
músico callejero, al principio vivió el romance más idílico que
podía imaginar, con aquel joven rebelde, de
canciones dedicadas y promesas efímeras. Pero
cuando nacieron los mellizos, la vida junto a Martín y sus
adicciones se volvió un infierno, fue en esos terribles momentos
que apareció la mano salvadora de Sabina.
De
vuelta en el círculo.
A
Livia le sorprendió que nunca se hablara del difunto esposo de su
hermana y que no existiera nada que lo recordara, salvo por la cruz
sobre su tumba. Tampoco supo qué había sucedido con el hijo de
Nieves, al que había dejado de ver cuando era un bebé y que ahora
reposaba junto al marido de Sabina. Supuso que el dolor era la causa
del silencio, por eso decidió no ahondar más
allá.
Pero...
Pero...
Se
apartó del barranco con los niños llevándolos a terreno seguro, y
luego se sentó en una roca grande junto al camino principal.
Echó
una mirada al precipicio, estiró el cuello para ver, desde la
seguridad del sitio donde se encontraba, la la casa y el
predio de los cipreses.
—No
tengo valor para averiguar qué significan o para quiénes
son esas cruces—
murmuró.
Se
aferró una vez más
a sus pequeños, luego respiró profundamente, levantó la cabeza y
con sus hijos de la mano, emprendió el camino cuesta arriba el que
iba al lado opuesto de la casa.
—No
creo que vengan—
habló por fin Rosaura, madre e hija se encontraban sentadas a la
mesa, con todo servido esperando. Habían estado así durante un silencioso rato, en una armada escena fotográfica. Rosaura abandonó
la pose, se puso de pie y comenzó a retirar los platos, mientras
Sabina permaneció con la vista perdida en el centro de mesa que ella
misma había armado con rosas rojas.
—Demasiada
comida, para esos dos mocosos—sentenció
imperante Rosaura.
—¿Cómo
es el dicho?, "el que se va sin que lo echen vuelve sin que lo llamen".
—No
creo que vuelva, siempre fue rebelde, la más rebelde de las tres.
—¿Qué
hacemos con las cruces?
—Nada,
agregamos una más.
Voy a preparar un café, para acompañar el pastel de arándanos ¿Te
parece?.
—Sí,
y lo tomamos en el jardín, las rosas se ven hermosas este otoño,
¿no?—comentó
Sabina mirando por la ventana
—¡Espléndidas!—exclamó
Rosaura desde la cocina.
¡Me encantó! Amo los giros finales en tus relatos, Sil.
ResponderBorrar¡Gracias Vecca!
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